FELIZ SOLSTICIO DE INVIERNO 2015

Nuestra Logia Renacimiento les felicita a todos el Solsticio de Invierno.

Es una de las grandes fiestas de la Masonería, y les recuerda que la Luz del pasado, que ahora parece extinguirse, no hace sino anunciar la luz de un futuro que renace. Hagan click sobre la imagen para ver el vídeo.
DE LA AMARGURA A LA LUZ
La gente se pasó siglos, quizá milenios, observando el viaje levemente cambiante del sol. Muchos, en tiempos y países muy lejanos y desconocidos entre sí, dedicaron vidas enteras a contar las horas del día, a medir la duración de las noches, a calcular la posición de aquel disco ardiente al que no se podía mirar, del que brotaba la luz y que traía la vida. Hasta que unos y otros cayeron en la cuenta de que, durante unos pocos días al año, el sol parecía detenerse en su triste viaje hacia la oscuridad. Se quedaba quieto, frío. Como muerto.
Pero luego, como si en vez de caer en el abatimiento definitivo se hubiese detenido unos días tan sólo para tomar aliento, comenzaba con gran lentitud a revivir, a agrandarse, a recobrar su fuerza y vigor.
Todos lo vieron. Todos. Los pueblos del norte comprobaron que esa terrible incertidumbre del sol ocurría a finales de lo que hoy llamamos nosotros diciembre. Los pueblos del sur lo observaron justo en la punta opuesta del año, en junio. Pero todos, sin excepción, advirtieron que, en esos días en que el sol inmóvil parecía dudar entre morir y no morir, cambiaba el mundo que conocían. La tierra se agotaba y después, conducida por el nuevo ánimo del sol, renacía. Y todo renacía con el sol. Y retornaba la vida al mundo. Así un año y otro año.
Pero los hombres son seres temerosos. Su miedo nace de una espantosa maldición: son los únicos seres vivos que saben que un día u otro morirán. Inexorablemente. Por eso, desde que tomaron conciencia de sí mismos, los hombres comenzaron a inventar dioses que les ayudasen a vencer ese miedo insoportable, mayor que ningún otro miedo: el terror a la muerte, a la desaparición definitiva, a ser nada, a no ser. Así nacieron todas las religiones. Y, del mismo modo que los hombres inventaban conjuros, cantos y danzas y palabras mágicas, sortilegios y a veces hasta medicinas para recuperar la salud cuando se ponían enfermos, así también inventaron, en todos los rincones del mundo, ceremonias y hechizos para ayudar al sol en esos días de agonía. Porque temían que, lo mismo que les pasaba a ellos, un día u otro el sol lastimero del invierno decidiese no revivir, y la muerte y la sombra se extendiesen para siempre sobre la tierra.
Pero los hombres, quizá para compensar la maldición del miedo, estaban dotados del don de la imaginación. Y también de la poesía. La mayoría de los pueblos decidió que, puesto que el sol era el que daba la vida, era su dios más poderoso, al que había que contentar para animarle a levantarse.
¿Poesía? Los maoríes de Nueva Zelanda celebran desde tiempos remotos que el dios sol (al que llaman Ra, lo mismo que los antiguos egipcios), cambia de pareja en estos días críticos: deja a su novia de invierno, Takurúa (la estrella que nosotros llamamos Sirio), y se empareja con su novia de verano, Hine-raumati, quien lo acompañará en su regreso hacia la luz. Los japoneses pensaban que el sol es una diosa, Amaterasu, que en estos días solsticiales abandona su cueva, se reconoce al mirarse en un espejo y regresa al universo para devolverle la vida: conviene, por si acaso, permanecer despiertos toda la noche, no vaya a ser que algo salga mal. Los belicosos persas cantaban y bailaban sin cesar para animar al dios supremo, el dios de la luz y la Buena Mente, Ahura Mazda, a vencer en esta noche en la batalla contra la poderosa representación incorpórea del mal, Angra Mainyu o Ahrimán.
Así por todas partes. Hay cientos de ejemplos. Los chamanes de las islas británicas celebraban fiestas y ceremonias en una estructura de piedras colosales que mandaron levantar hace 5.000 años, en lo que hoy llamamos Stonehenge, estructura cuyo eje central apunta al lugar exacto por el que se pone el sol en el día dramático en que parece que va a morir. Los incas, todavía más temerosos, hacían lo que podían para atar al sol a una piedra, el Inti Huatana, e impedir así que se les escapase. Muchos hindúes, babilonios, pueblos centroasiáticos, los egipcios y mucho más tarde los cristianos celebraban el nacimiento o renacimiento de un dios niño que devolvería la vida al mundo. Los pueblos del norte, condenados por la naturaleza a un invierno atroz que duraba nueve meses, sacrificaban en este día a sus animales, porque no podrían alimentarlos hasta la primavera. Y celebraban una gran fiesta en la que había, por lo tanto, carne fresca y abundante, la cerveza recién fermentada y, en su caso, el vino nuevo vendimiado en otoño: ahí está el primer origen de nuestros regalos de navidad. Ahí está el principio de lo que los romanos llamarían carpe diem (disfruta del momento) y ahí está la manifestación del vencimiento del miedo mediante la fiesta, impulso irresistiblemente humano que llegó al siglo XV español transformado en una canción deliciosa: Oy comamos y bevamos, que mañana ayunaremos.
En estos días de incertidumbre (de incertidumbre que cada vez iba siendo menor, porque pasaban los siglos y el sol siempre se curaba, lo cual era motivo de no poca tranquilidad), todo cambiaba: lo que antes no era pasaba a ser, y lo que antes era pasaba a no ser. En el tránsito de la muerte a la vida, del año viejo al año nuevo, había un espacio extraño en el que todo se volvía del revés, en el que todo era como antes no era. Y así los babilonios, los antiguos turcos y sobre todo los romanos, que llamaron a estos los días del sol sistere (sol quieto: de ahí nuestra palabra sosticio), cambiaban los roles sociales, el papel que desempeñaba cada uno en el mundo; y durante un breve tiempo los patricios hacían de esclavos y los esclavos hacían de amos, y maltrataban y despreciaban a sus dueños; hay que suponer que con cierto comedimiento porque todos sabían que a los pocos días todo volvería a su lugar y era mejor no tener demasiadas cosas de las que arrepentirse.
Nosotros, los masones, hemos recogido, sintetizado, respetado y simbolizado todas esas tradiciones y las hemos hecho nuestras mediante un concepto tan hermoso como profundo: el latino Dies solis invicti. La victoria del sol inconquistado, la reanudación de nuestro andar indoblegable hacia la Luz, hacia el alto esplendor del conocimiento, de la razón, de la ciencia, de la espiritualidad; la renovación de nuestro camino iniciático en busca de nuestra propia perfección; no sólo el Génesis, no sólo el Amanecer sino el Renacimiento de nuestro Arte Real, en el que trabajamos para llevar a nuestros semejantes, como el dios Hermes, el mensaje de una más equitativa Libertad, de una más justa Igualdad y de una mayor y más serena Fraternidad.
Pero dejadme que os diga una cosa. Quizá, sólo quizá, nuestros temerosos antepasados tenían razón. Hoy hay motivos para temer que es posible que, esta vez, el sol no salga de nuevo. Al menos, que no salga igual para todos. Ha sucedido en otras ocasiones en la historia. Pero nunca como ahora habían sido tan poderosas ni habían estado tan sutil y tan certeramente organizadas las fuerzas que pretenden apropiarse de la luz de todos en su propio beneficio.
Esas fuerzas, que no conocen fronteras, que no tienen escrúpulos y que han aprendido mucho de sus pasados errores y derrotas, no es que produzcan miedo, que también: es que lo manejan, lo administran, lo dosifican y nos lo están inoculando a todos. Ahora tenemos miedo. Tenemos miedo al futuro, a la vejez, a la pobreza que nos llega ya hasta las rodillas, a la desesperanza que nos llega ya al corazón. Tenemos miedo de los demás, de ser o de acabar como tantas personas a las que no conocemos, o quizá sí, y a las que vemos caer a nuestro alrededor, con sus ilusiones y sus proyectos y sus sueños talados como árboles, que no entienden por qué se les tala y que empiezan a preguntarse abatida, inauditamente, si habrán hecho algo ellos, si tendrán ellos la culpa de que se les esté talando.
Tenemos miedo, y el miedo genera egoísmo, insolidaridad, separación, recelo. Mirad la cara de la gente cuando vais por la calle.
Pero si quienes nos están inyectando el miedo no conocen fronteras, los masones tampoco. Si ellos no tienen escrúpulos, ni empatía, ni respeto por todo lo que de más humano tiene el hombre, los masones sí tenemos todo eso, y esa es nuestra fuerza. Si ellos han aprendido de sus pasadas derrotas, los masones hemos aprendido todavía más de las ocasiones en que la Luz se impuso sobre la oscuridad, la razón sobre la superstición, la honestidad sobre el egoísmo, la libertad sobre la persecución, la valentía sobre el miedo. Y ahí estuvimos siempre nosotros, los masones. Si ellos pretenden cortarnos las alas, las manos y los pies, y el futuro, y la esperanza, usando inicuamente el nombre de la libertad, resulta que nosotros sabemos mejor que nadie lo que es la libertad, la nuestra y la de todos, porque trabajamos en eso todos los días. Tenemos demasiada historia, demasiada memoria, demasiado tiempo vivido, compartido y aprendido como para permitir ahora que el sol no salga.
El sol saldrá. Eso sin duda. Porque, por más vueltas que dé, la historia va hacia delante y no hacia atrás. Pero esta vez la salida del sol no dependerá de sutiles equilibrios astronómicos. Esta vez dependerá de nosotros y sólo de nosotros. De nuestra vigilancia y perseverancia. De nuestra salud fraternal, nuestra fuerza y nuestra unión. De nuestro tesón. De nuestro trabajo cotidiano, metódico, solidario e incansable.
Ojalá este solsticio, queridos hermanos y hermanas francmasones, no sea sólo y nada más que una fiesta, un motivo de alegría y concordia, que ya sería bastante. Ojalá nos sirva a todos para tomar conciencia de que, esta vez, el sol nuevo y naciente hay que ganárselo. Porque no se trata ya sólo de aguardar el tránsito de la penumbra hacia la claridad que renace. Esta vez es el esforzado paso de la sombra de la amargura hacia la Luz de la dignidad.
Feliz solsticio a todos.
He dicho.
Hermano Carretero, maestro masón.
Escrito el 19 Diciembre 2015

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